Cambiar de país es también cambiar de lenguaje (aunque se hable el mismo idioma). Cada cultura tiene su manera de vincularse con las palabras. Cada comunidad nombra a su modo.
Sin embargo, hay un tipo de relación con las palabras que encontraba en mi país y encuentro en éste. Un modo de habla que llamaría “el lenguaje irresponsable”.
Es un lenguaje que no se detiene a elegir sus palabras, que se pone en funcionamiento con mucha impunidad. Y ante la eventual llamada de atención de otro, se escabulle con un “tú sabes lo que te quiero decir”.
La situación opuesta la encontramos en el amor. Toda relación de amor cuida y elige sus palabras. Incluso inventa nuevas en su afán de nombrar lo innombrable.
Creo que si nuestro vínculo con el lenguaje se pareciera más al de un enamorado, otra sería la historia.
Estamos rodeados de ejemplos de “lenguaje irresponsable”. Desde una madre diciéndole a su niño “¡Pero tú eres tonto!”, hasta nuestro presidente, que es tan dado a decir cualquier cosa y quedarse tan ancho. Como si las palabras no tuvieran cuerpo. Como si no tuvieran consecuencias.
Por suerte, más tarde o más temprano, las tienen.
En el mundo de la obra, la tienen de manera radical y trágica.
Muere mucha gente.
Pero en nuestra cotidianidad también. Estamos rodeados de muertes provocadas por discursos irresponsables.
Claro que, como dice Beckett en Esperando a Godot, “la costumbre ensordece” y la relación entre el lenguaje y sus consecuencias se olvida. Y se pone el foco en los hechos, como si nacieran de la nada. Como si en el origen de todo no estuviera esa raíz: la impunidad con la que se abre la boca.
Pablo Messiez